Primer párrafo de “Horacio y la civilización”
Diminutas tragedias. Con el tacto de la alfombra bajo sus pies, Horacio supo que el día concluiría con una colección de fracasos, una sucesión de diminutas, aunque inevitables tragedias. Había vuelto a levantarse con el pie izquierdo y el fantasma del peor de los futuros comenzaba a oprimirle el pecho hasta dejarle sin respiración. Una mala mañana podía tenerla cualquiera, aunque aquello ya formaba parte de una desagradable rutina. ¿Sería zurdo? En el colegio siempre chutaba lejos y mal, aunque no recordaba con que pie lo hacía. El izquierdo, seguro, quizá por eso se levantaba cada día con el pie izquierdo. Solucionado el misterio.
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El primer párrafo de una novela es ese momento que engancha al lector (o no), es ese conjunto de palabra que mueve a que algunos se decidan (o no) a comprarlo en la librería, ojeando varios ejemplares. El primer párrafo de la novela define el resto, marcando un tono que no puedes abandonar. Comenzar con un primer párrafo potente implica mantener el tono y eso es siempre resulta complejo, comenzar con un primer párrafo anodino hace que el lector dude de lo que sostiene entre manos. Quizás la solución sea un primer párrafo sorprendente o críptico, que deje al lector con ganas de más. Al fin y al cabo, ¿narrar no es dejar siempre al lector con ganas de saber más?
Estos son los que considero algunos de los mejores primeros párrafos (y un magnifico final), entendiendo como primer párrafo hasta el primer punto y aparte.
Comienzo de “La metamorfosis”, escrito por Franz Kafka en 1915
“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.”
Comienzo de “Historia de dos ciudades”, escrito por Charles Dickens en 1859
“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.”.
Comienzo de “El nombre de la rosa”, escrito por Umberto Eco en 1980
“En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible. Pero videmus nunc per speculum et in aenigmate y la verdad, antes de manifestarse a cara descubierta, se muestra en fragmentos (¡ay, cuán ilegibles!), mezclada con el error de este mundo, de modo que debemos deletrear sus fieles signáculos incluso allí donde nos parecen oscuros y casi forjados por una voluntad totalmente orientada hacia el mal.”
Comienzo de “Anna Karenina”, escrito por Leon Tolstoi en 1877
“Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.”
Comienzo de “El camino”, escrito por Miguel Delibes en 1950
“Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.”
Comienzo de “La familia de Pascual Duarte”, escrito por Camilo Jose Cela en 1942
“Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquéllos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya.”
Comienzo de “Lolita”, escrito por Vladimir Navókob en 1955
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.”
Comienzo de “El Quijote”, escrito por Miguel de Cervantes en 1615
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.”
Final de “Soy Leyenda”, escrito por Richard Matheson
“Neville observó a los nuevos habitantes de la tierra. No era uno de ellos. Semejante a los vampiros, era un anatema y un terror oscuro que debían eliminar y destruir. Y de pronto nació la nueva idea, divirtiéndolo, a pesar del dolor.
Tosió carraspeando. Se dio vuelta y se apoyó en la pared mientras se tomaba las píldoras. Se estrecha el círculo. Un nuevo terror nacido de la muerte, una nueva superstición que invade la fortaleza del tiempo.
Soy leyenda.”
Final de «El cuchillo», escrito por Patricia Higshmith
«Kimmel pensó: «Esto es el final y moriré sin remedio, pero esto no me asusta en absoluto; es como si eso no contara ya para mí.» Sólo sentía vergüenza de hallarse físicamente tan cerca de un tipo tan pequeñajo, y de que no hubiese el menor contacto entre ellos.»