La importancia del primer párrafo

Horacio y la civilización
Primer párrafo de mi novela «Horacio y la civilización»

Primer párrafo de “Horacio y la civilización”

     Diminutas tragedias. Con el tacto de la alfombra bajo sus pies, Horacio supo que el día concluiría con una colección de fracasos, una sucesión de diminutas, aunque inevitables tragedias. Había vuelto a levantarse con el pie izquierdo y el fantasma del peor de los futuros comenzaba a oprimirle el pecho hasta dejarle sin respiración. Una mala mañana podía tenerla cualquiera, aunque aquello ya formaba parte de una desagradable rutina. ¿Sería zurdo? En el colegio siempre chutaba lejos y mal, aunque no recordaba con que pie lo hacía. El izquierdo, seguro, quizá por eso se levantaba cada día con el pie izquierdo. Solucionado el misterio.

«Horacio y la civilización» saldrá a la venta en AMAZON en Enero 2018

El primer párrafo de una novela es ese momento que engancha al lector (o no), es ese conjunto de palabra  que mueve a que algunos se decidan (o no) a comprarlo en la librería, ojeando varios ejemplares. El primer párrafo de la novela define el resto, marcando un tono que no puedes abandonar. Comenzar con un primer párrafo potente implica mantener el tono y eso es siempre resulta complejo, comenzar con un primer párrafo anodino hace que el lector dude de lo que sostiene entre manos. Quizás la solución sea un primer párrafo sorprendente o críptico, que deje al lector con ganas de más. Al fin y al cabo, ¿narrar no es dejar siempre al lector con ganas de saber más?

Estos son los que considero algunos de los mejores primeros párrafos (y un magnifico final), entendiendo como primer párrafo hasta el primer punto y aparte.

 

Comienzo de “La metamorfosis”, escrito por Franz Kafka en 1915

“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.”

 

Comienzo de “Historia de dos ciudades”, escrito por Charles Dickens en 1859

“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.”.

 

Comienzo de “El nombre de la rosa”, escrito por Umberto Eco en 1980

“En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible. Pero videmus nunc per speculum et in aenigmate y la verdad, antes de manifestarse a cara descubierta, se muestra en fragmentos (¡ay, cuán ilegibles!), mezclada con el error de este mundo, de modo que debemos deletrear sus fieles signáculos incluso allí donde nos parecen oscuros y casi forjados por una voluntad totalmente orientada hacia el mal.”

 

Comienzo de “Anna Karenina”, escrito por Leon Tolstoi en 1877

“Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.”

 

Comienzo de “El camino”, escrito por Miguel Delibes en 1950

“Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.”

 

Comienzo de “La familia de Pascual Duarte”, escrito por Camilo Jose Cela en 1942

“Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.  Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquéllos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse.  Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya.”

 

Comienzo de “Lolita”, escrito por Vladimir Navókob en 1955

“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.”

 

Comienzo de “El Quijote”, escrito por Miguel de Cervantes en 1615

“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.”

 

Final de “Soy Leyenda”, escrito por Richard Matheson

“Neville observó a los nuevos habitantes de la tierra. No era uno de ellos. Semejante a los vampiros, era un anatema y un terror oscuro que debían eliminar y destruir. Y de pronto nació la nueva idea, divirtiéndolo, a pesar del dolor.

Tosió carraspeando. Se dio vuelta y se apoyó en la pared mientras se tomaba las píldoras. Se estrecha el círculo. Un nuevo terror nacido de la muerte, una nueva superstición que invade la fortaleza del tiempo.

Soy leyenda.”

 

Final de «El cuchillo», escrito por Patricia Higshmith

«Kimmel pensó: «Esto es el final y moriré sin remedio, pero esto no me asusta en absoluto; es como si eso no contara ya para mí.» Sólo sentía vergüenza de hallarse físicamente tan cerca de un tipo tan pequeñajo, y de que no hubiese el menor contacto entre ellos.»

 

 

Tsundoku (bibliomanía)

 

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Padezco una especie de síndrome que consiste en comprar más libros de los que puedo leer, una especie de obsesión que se ha visto alimentada con la llegada del libro electrónico. En mi tablet tengo cientos de libros que nunca podré leer, no me queda vida suficiente para lograrlo. Lo mismo que en mi biblioteca. Y eso que espero vivir muchos años.

En la época de etiquetarlo absolutamente todo, ha aparecido una etiqueta para este síndrome, una palabra que llega (como no) desde Japón con el extraño nombre de “Tsundoku”, aunque también he descubierto en la RAE lo llama “Bibliomanía”.  Tsundoku viene de la combinación de las palabras “tsunde-oku” (empacar cosas para usarlas más adelante) y “dokusho”(leer libros).

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Personalmente odiaría que alguien se comprase una de mis novelas para no leerla nunca. Preferiría que no pagase por ella, incluso que la piratease o la robase, pero que la leyese. No me importa demasiado si le gusta o no, si la paga o no. Pero querría que la leyesen porque un libro sin lectores es como una película sin espectadores o un partido de futbol sin pelota.

Atesoro libros y más libros, sabedor de que nunca podre leerlos todos. ¿Por qué hacemos eso? Podría intentar analizar el motivo por el que yo lo hago, aunque no me apetece demasiado así que comenzaré explicando lo que dice la mayoría, que no somos víctimas del Tsundoku por ese consumismo que nos mueve a comprar cosas que no necesitamos, sino porque el hecho de estar rodeados de libros nos da placer, nos reconforta saber que los tenemos a mano, aunque después no vayamos a leerlos (incluso aunque tuviésemos tiempo).

Como cuando dejamos esa novela de ochocientas páginas para las vacaciones de verano y luego, llegado el momento, apenas leemos unas pocas páginas. Como cuando tardamos diez años ese mismo libro de ochocientas páginas. Mi teoría es la misma para cuando coleccionamos películas que nunca vemos: nos reconforta tener esa reserva intelectual por si, algún día, tenemos tiempo de entregarnos a ella.

La búsqueda y las expectativas son más gratificantes que el resultado, siempre.

¿Os sucede lo mismo?

¿Los géneros literarios existen?

Cuando alguien se entera que escribo, lo primero que me pregunta es por el género que escribo, una pregunta que suele sacarme de mis casillas y a la que siempre respondo de mala manera. No creo en los géneros, sobre todo en pleno siglo XXI donde la permeabilidad ha desaparecido y somos tan dados a eso que llaman “fusión”. Personalmente creo que los géneros nacen de nuestra pereza por entender una obra, es mas sencillo etiquetarla, eso nos hace sentir más cómodos, como en el cine, necesitamos saber si vamos a ver terror, o drama o comedia, porque creemos que algunos de esos géneros nos gustan unos mas que otros. Ahí radica, desde mi punto de vista, el error de los géneros: los utilizamos como baremo para medir lo que nos gusta o no cuando la realidad es otra. Una buena novela lo es o no lo es, independientemente del género. Y lo es o no lo es en una medida subjetiva.

Pero, una vez más, estoy equivocado: los géneros existen, claro que sí. Leyendo una recopilación de ensayos y conferencias del autor Neil Gaiman titulado “La vista desde las últimas filas”, en una de sus conferencias (“La pornografía de género o el género de la pornografía”) argumenta sobre los géneros literarios. Y, de paso, nos da una bofetada (con razón) a todos aquellos que argumentamos que los géneros son un inconveniente mas que una ventaja.

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“¿Qué es un género? Bien, podríamos empezar con una definición práctica: es algo que te indica dónde tienes que buscar en una librería o en un videoclub, si es que todavía existe alguno. Te dice adónde ir. Dónde buscar. Eso es cómodo, hace la vida más fácil. Hace poco, Teresa Nielsen Hayden me explicaba que en realidad los géneros no te dicen dónde buscar, dónde ir. Te dicen qué secciones no tienes que molestarte en visitar. Una afirmación que me pareció asombrosamente intuitiva.

Hay demasiados libros ahí fuera. Así que lo que se pretende es facilitar la tarea a la gente que los ordena y a la que los busca, acotando los lugares en los que van a buscar. Les dices dónde no deben buscarlos. Así de sencilla es la clasificación por secciones de las librerías. Te indica lo que no tienes que leer.

El problema es que la ley de Sturgeon —que afirma que cerca del «90 por ciento de cualquier cosa es una mierda»— se puede aplicar a los campos de los que yo entiendo algo (al de la ciencia ficción, al de la literatura fantástica, al de la literatura de terror, la literatura infantil o la literatura de ficción, el ensayo y la biografía más populares) y estoy seguro de que también se puede aplicar a las secciones de las librerías que nunca frecuento, desde los libros de cocina a los romances sobrenaturales. Y la ley de Sturgeon tiene un corolario que afirma que el 10 por ciento de cualquier cosa se puede situar entre lo bueno y lo excelente, con un poco de imaginación. Esto es válido para toda la literatura de género.

Y dado que la literatura de género es incansablemente darwiniana —los libros vienen y van, muchos caen en un olvido injustificado, muy pocos se recuerdan injustamente—, la renovación de existencias tiende a quitar de las estanterías el 90 por ciento de la escoria para sustituirlo por otro 90 por ciento de escoria. Pero de esa manera —al igual que sucede con la literatura infantil— se va acumulando un canon fundamental que tiende a ser increíblemente sólido.

La vida no respeta las reglas de los géneros. Pasa con facilidad o con dificultad de la telenovela a la farsa, del romance de oficina al drama médico, del género policíaco a la pornografía, a veces en cuestión de minutos. Cuando me dirigía al funeral de un amigo, un pasajero del avión abrió de un cabezazo uno de los compartimentos superiores, y todo lo que había en su interior le cayó encima a una desgraciada azafata, en la comedia circense mejor interpretada y medida que he visto en toda mi vida. Una espantosa mezcla de géneros.

La vida da bandazos. Los géneros literarios ofrecen cierta previsibilidad sujeta a una serie de restricciones; pero, una vez aceptado esto, uno debe preguntarse: «¿Qué son los géneros?». No dependen del tema. No dependen del tono.

Un género, siempre me lo ha parecido, consiste en un conjunto de suposiciones, un contrato flexible entre el creador y el público.

A finales de los años ochenta, una estudiosa del cine norteamericana llamada Linda Williams escribió un excelente estudio sobre el porno duro titulado Hard Core. Power, Pleasure and the «Frenzy of the Visible» [Hard Core: el poder, el placer y el «frenesí de lo visible»], que leí de joven más o menos por casualidad (trabajaba como crítico literario, y un buen día apareció en mi mesa y me tocó escribir una reseña sobre él) y que hizo replantearme todo lo que creía saber sobre la definición de género.

Sabía que algunas cosas eran distintas de otras, pero no sabía por qué.

En su libro, la profesora Williams sostiene que para entender las películas pornográficas lo mejor es compararlas con los musicales. En los musicales aparecen diferentes tipos de canciones —solos, duetos, tríos, coros completos, canciones que le canta un hombre a una mujer, una mujer a un hombre, baladas, canciones rápidas, canciones alegres, canciones de amor— y, en una película porno, uno encuentra diferentes tipos de situaciones sexuales que es necesario representar.

En un musical, la finalidad de la trama es llevar al espectador de canción en canción, y evitar que todas las canciones sucedan al mismo tiempo. Lo mismo ocurre con las películas porno.

Y, por otra parte, lo más importante es que en un musical lo que busca el espectador… bueno, no son las canciones únicamente, es el musical en conjunto, con su historia y todo lo demás; pero, si no hubiera canciones, se sentiría engañado. Si uno asistiera a un musical sin canciones, saldría con la sensación de que le han dado gato por liebre. Sin embargo, es imposible que, después de ver El padrino, por ejemplo, uno piense: «Vaya, no había ninguna canción».

Si las quitas —las canciones de un musical, las escenas sexuales de una película porno, los tiros de las películas de vaqueros—, estás quitando lo que la gente busca. La gente que se acerca a ese género, en busca de eso, se sentirá engañada, estafada; sentirán que lo que han leído o experimentado ha vulnerado, en cierto modo, las reglas.

Y cuando comprendí eso, comprendí algo mucho más importante: fue como si de pronto se me hubiera encendido una luz en la cabeza, porque había encontrado la respuesta a una pregunta fundamental que me planteaba una y otra vez desde niño.

Sabía que había novelas de espías y que había otras novelas en las que aparecían espías; libros de vaqueros y libros que se desarrollaban en el Oeste americano. Pero hasta entonces no sabía cómo diferenciar unos de otros. Ahora sí. Si la trama funciona como un mecanismo que te permite pasar de una escena a otra, y si el espectador o el lector se sentirían engañados sin esas escenas, entonces, sea lo que sea, es una obra de género. Si la finalidad de la trama es llevarte del vaquero solitario que llega a la ciudad al primer tiroteo, del robo de ganado al enfrentamiento, entonces es un libro o una película de vaqueros. Si esos episodios van sucediendo sin más, integrados en una trama que puede funcionar perfectamente sin ellos, entonces es una novela ambientada en el Oeste.

Cuando todos los sucesos forman parte de la trama, si el conjunto en su totalidad es importante, si no hay ninguna escena cuya misión sea llevar al público al siguiente momento que el lector o el espectador considera que es aquello por lo que ha pagado, entonces es una historia, y el género es irrelevante.

El género no depende del tema.

Ahora bien, para un creador, el género tiene la ventaja de que sabes a qué juegas y conoces a tu adversario. Puedes contar con una red y hay unas reglas del juego. A veces, incluso, puedes echarle pelotas.

Otra ventaja del género, para mí, es que te permite conceder prioridad a la historia.”

La temperatura a la que arden los libros

El estreno de la nueva (y decepcionante) versión de “Fahrenheit 451” en la cadena HBO me ha llevado a recordar la versión de François Truffaut que rodó en 1966 (el año en que nací). Respecto a la nueva TV movie, únicamente decir que ni tiene la calidad a la que nos ha malacostumbrado la HBO, tampoco de la genialidad que imaginó Truffaut y aún menos de la novela de Ray Bradbury.

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Michael Shannon (izquierda) y Michael B Jordan (derecha) en una escena de la nueva adaptación de la novela

Todo viene de la novela que Bradbury escribió en 1954, avanzándose (como siempre hacía) a todo y a todos. Recuerdo haber leído la novela porque vi la película de Truffaut, cuyas escenas me fascinaron sin entender el motivo, con la música de Bernard Herrman sonando a todo volumen mientras Guy Montag (interpretado por un hipnótico Oskar Werner) iba colgado del camión de bomberos.  Poco después me hice con la novela para descubrir, con sorpresa, que la novela era aún mejor que aquella maravillosa película.

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Cyril Cusack (izquierda) y Oskar Werner (derecha) en una escena de la adaptación de François Truffaut.

¿Pero por qué me fascinó tanto “Fahrenheit 451”? Porque habla de libros, claro, aunque lo hace desde la desesperanza de un futuro donde consideran peligrosa a la palabra escrita, el peligro de permitir que pensemos por nosotros mismos o de que alguien nos abra la mente. Es por eso mismo que lo que propone la historia es que, en ese futuro cercano, los bomberos ya no apagan fuegos, sino que los provocan para quemar todos los libros que encuentran. Fahrenheit 451 es el nombre de esta peculiar brigada de bomberos, aunque también es la temperatura a la que arde el papel (238 grados centígrados).

«Un libro en manos de un vecino es como un arma cargada.» dice uno de los personajes, en la novela.

Olvidados de la nueva versión de la HBO, incluso olvidad la obra maestra de Truffaut. Simplemente coged entre vuestras manos la novela “Fahrenheit 451” y leedla permitiendo que Bradbury juegue perversamente con vosotros, haciéndoos creer que, como en la historia, ahora sois unos delincuentes que estáis haciendo algo prohibido y necesario: leer un libro.

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La decencia en la discrepancia

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La fotografía que acompaña este texto pertenece a un reportaje fotográfico de Samuel Aranda sobre pobreza y austeridad en España, publicado en «The New York Times»

Quienes escribimos o leemos en exceso (aunque nunca hay exceso en eso), acostumbramos a vivir en un mundo confeccionado a nuestra medida donde la ficción nos ayuda a sortear ciertas incómodas verdades. Cuando escribo intento anclarme en una realidad común y universal, mis historias podrían suceder en cualquier parte del mundo, huyendo de referentes específicos e incorporándolo a escenarios comunes (personas, lugares, acciones, pensamientos, etc.) Porque la vida es así, a pesar del empeño de algunos por etiquetar a la gente en «conmigo» o «contra mí». Cuando veo esta involución de la sociedad es cuando desconecto de la vida real.

Escribo y leo porque la sociedad que me ha tocado vivir es profundamente imperfecta, cada día más. Una sociedad la conforman las personas, no nos olvidemos, no busquemos excusas, tampoco. Veo las noticias o escucho a la gente a mi alrededor y me doy cuenta de la sorprendente involución de todos (sin excepción). Han olvidado quienes eran y ahora son aquello que otros les dicen que deben que ser, incluso les dicen como deben sentirse, cual borregos todos (los de un lado y los del otro) formando grupos de pensamiento tras banderas que les unifican.

Entonces me pongo a escribir o a leer. Porque en la ficción no existen furibundos demagogos, ni obedientes becerros, ni tampoco cabezotas orgullosos. Y aunque en esas ficciones existan, poco importa porque siguen siendo ficción.

Y es que, en la vida real, absolutamente todos, han perdido la decencia en la discrepancia. Quizás yo también me haya convertido en un estúpido orgulloso, como todos ellos. Quién sabe. Sea como sea, prefiero escribir a discutir sobre carreteras cortadas, prefiero leer una novela a leer los argumentos de quienes solo entienden a las personas como elementos de acción de un bando o de otro. A cualquier escritor que le preguntes te contestará que el peor defecto que puedes encontrar en una novela es que circule por el camino del pensamiento único. Porque una novela está repleta de colores. A diferencia de esta sociedad que están creando algunos donde solo parece haber blanco o negro.

He tomado la decisión de no volver a ver las noticias, de no hablar de política, de no escuchar los argumentos de unos y de otros. No creo en patrias, aun menos en patriotas. No creo en banderas, aun menos en abanderados. En lugar de eso cogeré un buen libro y me sumergiré en agradables ficciones, como el avestruz que esconde su cabeza en la tierra. Y lo haré para preservar mi salud mental. Os recomiendo lo mismo, aunque sea la opción más cobarde.

Aquí os dejo algunas opiniones de escritores sobre el despropósito actual. No son todos los que están ni están todos los que son, por si queréis seguir conectados a la realidad (yo he arrojado la toalla). A veces, merecen ser leídos, aunque solo sea porque las opiniones de algunos escritores acostumbran a estar lejos de las repetidas faltas de respeto de las opiniones del resto.

A discreción. Paz y amor.

Jordi Soler
Enrique Vila-Matas
Mario Vargas-Llosa
Almudena Grandes
Julia Navarro
Aturo Pérez-Reverte
Javier Cercás
Jaume Cabré (artículo en catalán)
Carlos Zanón
Lucía Extebarria
Jenn Diaz
Eduardo Mendoza

 

Dejar un libro a medias (o abandonarlo para siempre)

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Me inquieta la idea, de algunas personas, sobre el hecho de que dejar un libro a medias (o abandonarlo para siempre) es solo comparable a la herejía de tirar un libro a la basura. O de quemar a un niño en una hoguera de Sant Joan. Vayamos por parte: talibanes en el mundo hay demasiados así que relajémonos un poco y permitámonos la laxitud en todo lo relacionado con el mundo de la literatura (atendiendo a que es un placer y todo buen placer debe carecer de normas).

Leer un libro que siempre posponemos y somos incapaces de acabar no es una tragedia. Abandonarlo para siempre, tampoco. ¿Qué problema hay con eso?

Durante toda mi vida me han recomendado libros que he sido incapaz aun de terminar. De la misma manera, yo he recomendado otros libros que han aburrido a amigos míos. ¿Qué sucede? Premisa uno: todo el mundo dice que la novela ABC es una obra maestra, aunque la realidad es que acaba resultando un auténtico coñazo que se nos atraganta en el esófago.  Y claro… ¿Quiénes somos para cuestionar la genialidad escrita y prescrita? Premisa 2: estamos disfrutando de una lectura que nos proporciona un placer infinito, algo que, de manera inconsciente, dosificamos y alargamos en el tiempo. Hay demasiadas premisas (causas y efectos) para aparcar o abandonar un libro, claro. Cada uno tiene las suyas y todas son igual de válidas. Estas dos son las mías.

Hay una teoría que dice que si un libro no nos ha enganchado en las primeras páginas (unos dicen diez páginas, otros recomiendan cincuenta), lo mejor es abandonarlo. Duele, pero hay que hacerlo, o al menos eso creo yo.

He aquí mi lista de libros a medias:

Madame Bovary (Gustave Flaubert): casi todos aseguran que es la obra que define la estructura de la novela moderna y eso, para alguien que pretenda escribir, es como la biblia para un apóstol. Creo que comencé “Madame Bovary” fuera de tiempo (o de época) y, pese a reconocer que es una gran novela, no me encontré ni, de lejos, la genialidad o las enseñanzas que pretendía. He sido incapaz de ir más allá de la página cuarenta. Ni me atrae, ni me interesa ni me enseña.

El Quijote (Cervantes): Otro ejemplo parecido al de “Madame Bovary” aunque anclado en ese problema que es la literatura antigua: intentar leer, comprender y que te guste “El Quijote” desde el siglo XX o XXI es como intentar elaborar cocina de autor en una fogata en medio del bosque. Reconozco su valor en la misma medida que reconozco que me aburre soberanamente. No he leído por completo “El Quijote” y nunca lo acabaré. ¿Merezco el destierro por ello? Posiblemente.

Bella del Señor (Albert Cohen): Intenté leerlo porque una maravillosa amiga estaba enamorada de este libro. Por desgracia, ni el libro me enamoró ni tampoco mi amiga se enamoró de mi porque emprendiese la hazaña de leer este libro. A pesar de eso, reconozco que la prosa de Cohen es prodigiosa, lástima que la constante repetición de todo lo que cuenta no me interese en absoluto. No he pasado de la página treinta.

La broma infinita (David Foster Wallace): Y, a pesar de no haberlo acabado (me quedan unas pocas páginas), sigo convencido de que es la mejor novela que nadie puede leer. ¿Por qué no lo he acabado? Es una obra maestra de más de 1200 páginas que hay que dosificar página a página como si fuese oro puro. Ojalá nunca la acabe porque eso significará que aún me quedan cosas en “La broma infinita” por descubrir. Es el mejor ejemplo de libro inacabado por puro placer.

Cincuenta sombras de Grey (E. L. James): Comencé a leerlo porque todo el mundo hablaba de él y dejé de leerlo a las quince páginas porque me parecía que había malgastado varios años de mi vida leyendo esas primeras páginas. “Cincuenta sombras de Grey” es un paso más en la mala literatura, esa literatura tramposa, vacía y que te hace creer que eres un (falso) intelectual.

La catedral del mar (Ildefonso Falcones): Un problema parecido al de “Cincuenta sombras de Grey”, esta es una novela sobrevalorada, empujada por el boca a boca y alzada a los altares por todos sin excepción. Y, a pesar de eso, es una novela que nunca consiguió engancharme, le encuentro errores por todos lados y me parece una novela mal construida. Nunca conseguí acabarla quizás porque en la comparación con “Los pilares de la tierra” de Ken Follet (a la que pretende emular) falla en todos sus aspectos. La novela de Follet está maravillosamente construida y sólidamente escrita. “La catedral del mar” es la serie Z de las novelas históricas.

El código Da Vinci (Dan Brown): Otro ejemplo de mala literatura para gente que no está acostumbrada a la buena literatura. Es una novela tramposa, con capítulos innecesarios, alargada hasta el infinito, incoherente, previsible y mal escrita. Sorprendentemente es una novela entretenida, pero tuve que dejarla porque soy incapaz de soportar un mal libro (a pesar de que pueda entretener).

No tengáis miedo de abandonar un libro por muy bueno que creáis que es o por muy bueno que os hayan dicho que es: la literatura es piel y sin piel no hay amor. Aunque claro, el amor, es siempre diferente, posiblemente lo que me enamore o desenamore a mí no serán vuestros amores ni desamores.

¿Sigo mereciendo la hoguera? Puede que sí, pero seguid mi consejo: el tiempo es demasiado valioso y hay demasiadas novelas para alargar la agonía de una mala lectura.