Kubrick vs King

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En la magnífica exposición “Kubrick” del CCCB de Barcelona se podía disfrutar (entre otras muchas joyas) de un ejemplar de “El resplandor” de Stephen King, garabateado por Stanley Kubrick quien hizo su (peculiar) adaptación cinematográfica en 1980. A Stanley Kubrick no le convencían muchos aspectos de la novela y Stephen King odiaba (literalmente lo dijo) la adaptación de Kubrick.

Y, no obstante, ambas son obras maestras.

Todos esos que dicen “estaba mejor el libro” o “es mejor la película” deberían entender que un libro y una película solo comparten una cosa: contar una historia. De la misma manera que cuentan una historia una canción, o un cuadro, un poema o incluso un plato de comida y no los comparamos. Una buena historia es el hecho diferencial que separa el arte del mero relato. Pero una película y una novela son vehículos completamente diferentes.

Adoro “El resplandor” de Stephen King porque la recuerdo como la primera novela con la que sentí lo que era el auténtico terror, algo que, como la risa, es tan imposible de conseguir en una estructura novelística. Leyendo una novela podemos sonreír, podemos sentir una leve angustia o un escalofrío. Pero hablo de los sentimientos primigenios del terror o la risa. Conseguir eso es casi imposible. Terror solo lo he conseguido leyendo “El resplandor” y auténtica risa prácticamente nunca, quizás con algún pasaje de alguna novela de Tom Sharpe o Christopher Moore. Por eso adoro “El resplandor”, porque King consiguió la gasolina necesaria para encender el motor del miedo.

Por otro lado, adoro la adaptación cinematográfica de “El resplandor” de Stanley Kubrick. Una película absorbente, obsesiva y profundamente turbadora. No va a por el miedo (como hace King) sino que suma elementos desconcertantes para golpearnos con fuerza en momentos concretos. Ver “El resplandor” por vez primera es como si alguien te golpea en el estómago sin previo aviso. La película es visualmente impresionante, incorporando el escenario como el protagonista principal (a diferencia de la novela que carece del elemento visual para hacerlo). Kubrick era un genio y entendió que “El resplandor” era una película diferente de la novela porque narrativamente disponía de elementos diferentes al alcance de su mano.

La próxima vez que os pregunten si os gustó más el libro o la película, contestad que os gusta comer cangrejos de rio en los soleados días de primavera. Así contestareis con una tontería a otra pregunta tonta.

Curiosidad: las piezas que se muestran en la exposición Kubrick sobre «El resplandor» como son el jersey de Danny, el vestido de las gemelas, la foto final de la fiesta de fin de año de 1927, el laberinto Overlook, etc… no existen en la novela de Stephen King.

 

«Horacio y la civilización» (nueva publicación)

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Empecé a escribir “Horacio y la civilización” hace más de treinta años, allá por 1988. Sucedió porque fue la primera vez que imagine una historia que conseguiría llevarme más allá de las cincuenta páginas que era lo máximo que había logrado hasta entonces. Una vez acabada, la guardé en un cajón y me olvidé de ella. A veces (treinta años son muchos) la desempolvaba para meter el bisturí en ella cual doctor loco que, en una noche de tormenta, esforzándome porque el monstruo volviese a la vida. La he escrito y reescrito tantas veces que no puedo opinar objetivamente. Desde la subjetividad creo que se trata de una novela que asienta las bases de todo cuanto me obsesiona en la literatura: la muerte, la memoria, la mentira y el humor, donde construyendo (por vez primera) ese tipo de personajes que luego mezclaré a lo largo de otras novelas. Personalidades en escenarios comunes como son el marido mentiroso y ruin, la mujer inteligente, el amigo fantasma y divertido, la amiga confidente o el policía obsesionado. Muchas de las cosas que he escrito (y publicado) después tienen los cimientos en esta novela que cuenta la historia de Horacio, un dentista que cree haber alcanzado el éxito en la vida (a costa de la felicidad de los demás). Una fatídica mañana, un malentendido hará que esa vida aparentemente perfecta se desmorone como un frágil castillo de naipes. Es entonces cuando Horacio se verá obligado a construir una nueva realidad donde vivir y aprovechará la oportunidad para sacar lo peor de él y construir una oscura civilización basada en la venganza donde todos los que le rodean pagarán por lo que el cree que es una conspiración contra su persona.

La novela es una tragicomedia construida a modo de relato en tercera persona compuesto por cuatro actos nombrados con locuciones latinas. El primer acto se titula “Animus iocandi” (con ánimo de broma), el segundo es “Corollarium” (“Corolario” o consecuencia), el tercero lleva por nombre “Animus iniuriandi” («con ánimo de injuriar” o con intención de hacer daño) y finalmente el cuarto y definitivo que se llama “Impulsum” (impacto). En el primer acto se cuenta la existencia de Horacio contada con ese ánimo de broma que lo titula (“Animus iocandi) explicando el malentendido que desembocará en lo demás. En el segundo acto se cuentan las consecuencias (“Corollarium”) que el malentendido construye en la personalidad Horacio, destruyéndole y desposeyéndole de todas sus virtudes (si es que tenía alguna). El tercer acto es la intención de venganza (“Animus inuriandi”) del protagonista respecto a quienes le rodean y a quien cree que son causantes de su desgracia. Finalmente, en el cuarto acto se cuentan el impacto (“impulsum”) de la venganza de Horacio.

 “Horacio y la civilización” es una novela rápida, dialogada profusamente, donde he procurado huir de innecesarias complejidades y buscar la esencia a través de lo que dicen los protagonistas (y no lo que hacen), sin más excusas morales que la maldad propia de algunos. Es una novela relativamente corta (63500 palabras y alrededor de 240 páginas), contraria a lo que he publicado hasta ahora.  ¿Será porque fue mi primera novela o porque he vuelto a la simpleza? Poco importa, las obras están ahí para que las juzgue el lector, nunca el autor.

Espero que disfrutéis con la historia de Horacio y su particular civilización. Un gris dentista caído en desgracia, dispuesto a todo para que quienes le rodean paguen por algo que nunca hicieron. Y es que, en ocasiones, la vida es eso ¿no?

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La importancia del primer párrafo

Horacio y la civilización
Primer párrafo de mi novela «Horacio y la civilización»

Primer párrafo de “Horacio y la civilización”

     Diminutas tragedias. Con el tacto de la alfombra bajo sus pies, Horacio supo que el día concluiría con una colección de fracasos, una sucesión de diminutas, aunque inevitables tragedias. Había vuelto a levantarse con el pie izquierdo y el fantasma del peor de los futuros comenzaba a oprimirle el pecho hasta dejarle sin respiración. Una mala mañana podía tenerla cualquiera, aunque aquello ya formaba parte de una desagradable rutina. ¿Sería zurdo? En el colegio siempre chutaba lejos y mal, aunque no recordaba con que pie lo hacía. El izquierdo, seguro, quizá por eso se levantaba cada día con el pie izquierdo. Solucionado el misterio.

«Horacio y la civilización» saldrá a la venta en AMAZON en Enero 2018

El primer párrafo de una novela es ese momento que engancha al lector (o no), es ese conjunto de palabra  que mueve a que algunos se decidan (o no) a comprarlo en la librería, ojeando varios ejemplares. El primer párrafo de la novela define el resto, marcando un tono que no puedes abandonar. Comenzar con un primer párrafo potente implica mantener el tono y eso es siempre resulta complejo, comenzar con un primer párrafo anodino hace que el lector dude de lo que sostiene entre manos. Quizás la solución sea un primer párrafo sorprendente o críptico, que deje al lector con ganas de más. Al fin y al cabo, ¿narrar no es dejar siempre al lector con ganas de saber más?

Estos son los que considero algunos de los mejores primeros párrafos (y un magnifico final), entendiendo como primer párrafo hasta el primer punto y aparte.

 

Comienzo de “La metamorfosis”, escrito por Franz Kafka en 1915

“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.”

 

Comienzo de “Historia de dos ciudades”, escrito por Charles Dickens en 1859

“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.”.

 

Comienzo de “El nombre de la rosa”, escrito por Umberto Eco en 1980

“En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible. Pero videmus nunc per speculum et in aenigmate y la verdad, antes de manifestarse a cara descubierta, se muestra en fragmentos (¡ay, cuán ilegibles!), mezclada con el error de este mundo, de modo que debemos deletrear sus fieles signáculos incluso allí donde nos parecen oscuros y casi forjados por una voluntad totalmente orientada hacia el mal.”

 

Comienzo de “Anna Karenina”, escrito por Leon Tolstoi en 1877

“Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.”

 

Comienzo de “El camino”, escrito por Miguel Delibes en 1950

“Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.”

 

Comienzo de “La familia de Pascual Duarte”, escrito por Camilo Jose Cela en 1942

“Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.  Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquéllos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse.  Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya.”

 

Comienzo de “Lolita”, escrito por Vladimir Navókob en 1955

“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.”

 

Comienzo de “El Quijote”, escrito por Miguel de Cervantes en 1615

“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.”

 

Final de “Soy Leyenda”, escrito por Richard Matheson

“Neville observó a los nuevos habitantes de la tierra. No era uno de ellos. Semejante a los vampiros, era un anatema y un terror oscuro que debían eliminar y destruir. Y de pronto nació la nueva idea, divirtiéndolo, a pesar del dolor.

Tosió carraspeando. Se dio vuelta y se apoyó en la pared mientras se tomaba las píldoras. Se estrecha el círculo. Un nuevo terror nacido de la muerte, una nueva superstición que invade la fortaleza del tiempo.

Soy leyenda.”

 

Final de «El cuchillo», escrito por Patricia Higshmith

«Kimmel pensó: «Esto es el final y moriré sin remedio, pero esto no me asusta en absoluto; es como si eso no contara ya para mí.» Sólo sentía vergüenza de hallarse físicamente tan cerca de un tipo tan pequeñajo, y de que no hubiese el menor contacto entre ellos.»

 

 

Tsundoku (bibliomanía)

 

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Padezco una especie de síndrome que consiste en comprar más libros de los que puedo leer, una especie de obsesión que se ha visto alimentada con la llegada del libro electrónico. En mi tablet tengo cientos de libros que nunca podré leer, no me queda vida suficiente para lograrlo. Lo mismo que en mi biblioteca. Y eso que espero vivir muchos años.

En la época de etiquetarlo absolutamente todo, ha aparecido una etiqueta para este síndrome, una palabra que llega (como no) desde Japón con el extraño nombre de “Tsundoku”, aunque también he descubierto en la RAE lo llama “Bibliomanía”.  Tsundoku viene de la combinación de las palabras “tsunde-oku” (empacar cosas para usarlas más adelante) y “dokusho”(leer libros).

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Personalmente odiaría que alguien se comprase una de mis novelas para no leerla nunca. Preferiría que no pagase por ella, incluso que la piratease o la robase, pero que la leyese. No me importa demasiado si le gusta o no, si la paga o no. Pero querría que la leyesen porque un libro sin lectores es como una película sin espectadores o un partido de futbol sin pelota.

Atesoro libros y más libros, sabedor de que nunca podre leerlos todos. ¿Por qué hacemos eso? Podría intentar analizar el motivo por el que yo lo hago, aunque no me apetece demasiado así que comenzaré explicando lo que dice la mayoría, que no somos víctimas del Tsundoku por ese consumismo que nos mueve a comprar cosas que no necesitamos, sino porque el hecho de estar rodeados de libros nos da placer, nos reconforta saber que los tenemos a mano, aunque después no vayamos a leerlos (incluso aunque tuviésemos tiempo).

Como cuando dejamos esa novela de ochocientas páginas para las vacaciones de verano y luego, llegado el momento, apenas leemos unas pocas páginas. Como cuando tardamos diez años ese mismo libro de ochocientas páginas. Mi teoría es la misma para cuando coleccionamos películas que nunca vemos: nos reconforta tener esa reserva intelectual por si, algún día, tenemos tiempo de entregarnos a ella.

La búsqueda y las expectativas son más gratificantes que el resultado, siempre.

¿Os sucede lo mismo?

Paulo Coehlo es una mierda

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Reconozco que titular un texto de esta manera, además de poca empatía por el autor, demuestra una falta de corporativismo y una absoluta falta de respeto. Lo comprendo y me disculpo, pero no puedo desviarme de mi discurso: porque (lo que escribe) Paulo Coehlo es una auténtica mierda, sin posibilidad de maquillaje. Supongo que no soy nadie para marcar los referentes en cuanto a la calidad de la literatura, hay gente a la que le entusiasma Gran Hermano y otros a quienes entusiasma Ingmar Begman. Incluso hay personas a quienes les entusiasma ambas cosas.

También hay gente a la que le entusiasma Paulo Coehlo y eso es algo que, aunque me sorprende, debería comprender. Que algo no me guste no significa que sea malo. ¿O sí? Pues no, porque Paulo Coehlo es una mierda.

Coehlo es de esos escritores que escriben lo que la gente necesita leer, disfrazando dogmas sin el menor atisbo de remordimiento. Su literatura es basta, previsible, aburrida y peligrosa. Quizás debería decir que todo esto es lo que me parece a mí, de la misma forma que este texto debería titularse “Paulo Coehlo me parece una mierda” en vez de “es una mierda”. Pero no puedo resistirme porque Paulo Coehlo es una mierda.

¿Qué es la literatura de Cohelo? Asumiendo que lo suyo literatura (para mi no), el problema es cuando mezclamos literatura (ficción) con pseudociencia o autoayuda de segunda división, disfrazándolo todo a modo de coctel agitándolo con fuerza. Y ahí es donde nace mi absoluto rechazo porque, desde mi punto de vista, la literatura nunca debería ser ese mediocre batiburrillo destinado a deslumbrar para vender.

Siempre he defendido que la forma ha de imponerse sobre el fondo para conseguir disfrazar ese mismo fondo. O, dicho de otra manera: si quieres que el niño se coma la sopa hazle el avioncito. Resulta más hábil (y mejor, literariamente hablando) cuidar la forma de una historia por delante de aquello que realmente queremos contar, eso no significa que descuidemos el fondo, porque sin fondo no hay historia. Hay que engañar al lector, hacerle creer que está comiendo un caramelo y luego soltarle la bomba. Por decirlo de otra manera: hay que envolver el mensaje en algo bonito. Y no al revés, que es lo que hace Coehlo quien apenas se preocupa de la forma literaria porque para él lo importante es esa filosofía fast-food que pretende vendernos a toda costa. He dicho “vendernos”, no “regalarnos”. Porque Coehlo es un mercenario, un vendetuercas, un mago de cumpleaños infantiles, un tipo que debería ir con un triángulo de cartón en la cabeza y una túnica morada mientras asegura que los extraterrestres son dios (o viceversa). Bien por él, pero eso no es literatura, eso debería estar en el estante de una librería esotérica entre «La doctrina secreta de las amapolas» o «El libro de los espíritus recién duchados».

¿Por qué vende entonces Paulo Coehlo si es tan nefasto? Primero porque es la simpleza más burda, pintada de falso intelectualismo. O lo que es lo mismo, funciona por lo mismo que funciona Woody Allen: porque es simple, pero nos empuja a creer que estamos ante algo complejo. Mejor explicado aun: porque es una tontería, explicada para tontos pero que nos hace creernos que es alta intelectualidad solo al alcance de intelectuales. Es decir, nos hace creer que somos más listos de lo que somos. A pesar de eso hay una clara diferencia entre Woody Allen y Paulo Coehlo: el primero es un artista, el segundo es un comerciante. Allen simplifica para hacer llegar al público un mensaje coherente, Coehlo simplifica para vender, con un mensaje delirante y cercano al mesianismo. Y aunque parezca lo mismo, es completamente diferente.

¿Os gusta Paulo Coehlo? Bien por vosotros. Pero permitidme que repita mi mantra: Paulo Coehlo es una mierda. De la misma manera que “El principito” o “Juan Salvador Gaviota” son una auténtica mierda. ¿Os escandalizáis? Disculpadme entonces, pero después de aceptar mis disculpas, reflexionad sobre ello.

 

 

Los buenos libros, Neil Gaiman y las novelas de a duro

índiceAlgunos libros nos ayudan a entender el proceso de escribir una novela, personalmente, he elegido tres que considero imprescindibles. El primero es “Suspense, como se escribe una novela de misterio” de Patricia Highsmith donde la autora disecciona los mecanismos de su novela carcelaria “La llave de cristal”, regalándonos todas las claves de la dinámica de ese (y de cualquier) relato de intriga. El segundo es “Mientras escribo” de Stephen King, escrito después de su atropello donde King reflexiona sobre como ha llegado hasta donde ha llegado y la importancia del oficio (mas que del relato). El tercer libro (que acabo de leer) es “La vista desde las últimas filas” de Neil Gaiman, recopilación de artículos y conferencias sobre el oficio de crear, independientemente de que este sea escritura, música o, como en el caso de Gaiman, novelas gráficas.

Entender el oficio es imprescindible para entender que escribir puede llegar a ser tan importante como respirar o tan trascendental como construir una catedral, más allá de la afición. Lo interesante del discurso de Neil Gaiman es cuando propone que, incluso aunque sea una afición que no compartiremos con nadie, tenemos que entender la importancia de la historia y la técnica. Podemos tejer una bufanda por placer, aunque nunca la luzcamos, pero hay dos formas de hacerlo: bien o mal. Gaiman explica que el valor del acto no radica en el qué sino en el cómo y que todos podemos llegar a la excelencia a través de las obras de los demás. Por eso comienza su libro hablando de las bibliotecas y las librerías. El primer paso es leer y hacerlo mucho sin obsesionarnos con que sea el mejor libro que podamos encontrar. Todos los grandes escritores tienen como libros de referencia, novelas que casi nadie conoce y leyeron de jóvenes, a modo de pequeñas joyas escondidas en cualquiera de esos lugares.

Escribir bien o mal es, en muchos casos, subjetivo. Libros como “La catedral del mar” (Ildefonso Falcones, 2006), “50 sombras de Grey” (E. L. James, 2011) o “El código Da Vinci” (Dan Brown, 2003) se me antojan profundamente aburridos, pero es que, además, estoy convencido de que están torpemente escritos. Pero venden porque gustan. Sus autores se tomaron sus obras como algo profesional, convencidos de que son buenos escritores. ¿Quién soy yo para discutir eso? Pero incluso con estas famosas novelas, la excelencia sigue siendo algo subjetivo. ¿Qué es un buen libro? ¿Un libro que vende? ¿Un libro que recibe buenas críticas? ¿Un libro que gusta? En casi todas las listas sobre libros sobrevalorados aparecen “El guardian entre el centeno” (J. D. Salinger, 1951) o “Los pilares de la tierra” (Ken Follet, 1989). Dos de las novelas con las que mas he disfrutado y que mas me han enseñado a escribir.

Un buen libro es simplemente algo que te gusta, independientemente de su calidad o su potencial.

Me encantan las novelas “de a duro” que se publicaban hace años, autores como Luis García Lecha (alias “Clark Carrados”), Pascual Enguídanos (alias “George H. White” o “Van S.Smith”), Ángel Torres Quesada (alias “A. Thorkent” o “Alex Towers”) o Domingo Santos (alias “P. Santos”)  en colecciones de ciencia-ficcion o terror de editoriales como Bruguera o Toray. ¿Eran buenas novelas? Objetivamente no. ¿Me gustan? Las adoro porque estos autores españoles (con seudónimos anglófilos) conocían el oficio de escribir y conocían perfectamente el objetivo de las novelas de a duro. Por cinco pesetas podías sumergirte en mundos inimaginables y vivir mil aventuras. Subjetivamente son maravillosas, objetivamente cumplían su objetivo.

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Podemos fiarnos de las críticas, de las listas de novelas, de las opiniones de familiares o conocidos, podemos fiarnos de las recomendaciones de las librerías, de la publicidad o podemos creer que una novela es buena solo porque la han adaptado al cine. Podemos fiarnos de cualquiera pero solo sabremos si algo es bueno o no cuando hayamos llegado hasta la palabra “fin” y esa valoración solo será por y para nosotros.

Stephen King y los gofres

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Durante una entrevista, Stephen King dijo a Neil Gaiman: “me pagan cantidades demenciales de dinero, por algo que haría de todas maneras”, una frase que esconde uno de los presuntos objetivos de toda persona que escribe de forma regular y (casi) profesional: vivir de la literatura.

Tenemos un mercado sobresaturado de obras literarias a las que hay que sumar las plataformas de auto publicación, los blogs o los libros electrónicos, un mundo (re)lleno de obras literarias, Las hay buenas y malas, todo depende también del gusto del lector.

Cuando escribo nunca me planteo si podría vivir de la literatura, porque si lo hiciese, dejaría de escribir. Por eso me identifico con la frase de King donde, implícitamente, asegura que escribiría igual, aunque fuese pobre como un perro con pulgas. Ahí radica la grandeza de la literatura porque, como algunas otras obras, no tienen más objetivo que satisfacer a uno mismo: al autor. Yo no soy pobre como un perro pulgoso, estoy en ello, pero aún no he alcanzado el cénit del fracaso.

De cuanto he publicado en Amazon, hay algunas novelas que funcionan mejor que otras, desconozco el motivo porque me siento bastante desconectado de eso que es la autopromoción, para mí las tres novelas (hasta ahora) son igual de buenas a igual de malas. ¿A cuál de tus hijos quieres más? Puede que tengas debilidad por uno, pero quieres a todos por igual.

¿Debemos escribir para ganar dinero o porque nos gusta escribir? Mi consejo es que, en esta locura de siglo XXI, ni os planteéis que escribir significa ganar dinero porque esa es una utopía solo al alcance de algunos privilegiados. Escribimos sobre lo que conocemos, sobre cuánto nos gusta (o disgusta), contamos historias porque nos apetece hacerlo. Y si alguien nos lee, mejor. Pero, esa tampoco debería ser la prioridad.

Dice Stephen King que le aburre el lujo y el reconocimiento, que su mayor placer en la vida es leer, escribir y comer gofres en la cadena de comida rápida Waffle House.

Esa es la actitud.

 

¿Los géneros literarios existen?

Cuando alguien se entera que escribo, lo primero que me pregunta es por el género que escribo, una pregunta que suele sacarme de mis casillas y a la que siempre respondo de mala manera. No creo en los géneros, sobre todo en pleno siglo XXI donde la permeabilidad ha desaparecido y somos tan dados a eso que llaman “fusión”. Personalmente creo que los géneros nacen de nuestra pereza por entender una obra, es mas sencillo etiquetarla, eso nos hace sentir más cómodos, como en el cine, necesitamos saber si vamos a ver terror, o drama o comedia, porque creemos que algunos de esos géneros nos gustan unos mas que otros. Ahí radica, desde mi punto de vista, el error de los géneros: los utilizamos como baremo para medir lo que nos gusta o no cuando la realidad es otra. Una buena novela lo es o no lo es, independientemente del género. Y lo es o no lo es en una medida subjetiva.

Pero, una vez más, estoy equivocado: los géneros existen, claro que sí. Leyendo una recopilación de ensayos y conferencias del autor Neil Gaiman titulado “La vista desde las últimas filas”, en una de sus conferencias (“La pornografía de género o el género de la pornografía”) argumenta sobre los géneros literarios. Y, de paso, nos da una bofetada (con razón) a todos aquellos que argumentamos que los géneros son un inconveniente mas que una ventaja.

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“¿Qué es un género? Bien, podríamos empezar con una definición práctica: es algo que te indica dónde tienes que buscar en una librería o en un videoclub, si es que todavía existe alguno. Te dice adónde ir. Dónde buscar. Eso es cómodo, hace la vida más fácil. Hace poco, Teresa Nielsen Hayden me explicaba que en realidad los géneros no te dicen dónde buscar, dónde ir. Te dicen qué secciones no tienes que molestarte en visitar. Una afirmación que me pareció asombrosamente intuitiva.

Hay demasiados libros ahí fuera. Así que lo que se pretende es facilitar la tarea a la gente que los ordena y a la que los busca, acotando los lugares en los que van a buscar. Les dices dónde no deben buscarlos. Así de sencilla es la clasificación por secciones de las librerías. Te indica lo que no tienes que leer.

El problema es que la ley de Sturgeon —que afirma que cerca del «90 por ciento de cualquier cosa es una mierda»— se puede aplicar a los campos de los que yo entiendo algo (al de la ciencia ficción, al de la literatura fantástica, al de la literatura de terror, la literatura infantil o la literatura de ficción, el ensayo y la biografía más populares) y estoy seguro de que también se puede aplicar a las secciones de las librerías que nunca frecuento, desde los libros de cocina a los romances sobrenaturales. Y la ley de Sturgeon tiene un corolario que afirma que el 10 por ciento de cualquier cosa se puede situar entre lo bueno y lo excelente, con un poco de imaginación. Esto es válido para toda la literatura de género.

Y dado que la literatura de género es incansablemente darwiniana —los libros vienen y van, muchos caen en un olvido injustificado, muy pocos se recuerdan injustamente—, la renovación de existencias tiende a quitar de las estanterías el 90 por ciento de la escoria para sustituirlo por otro 90 por ciento de escoria. Pero de esa manera —al igual que sucede con la literatura infantil— se va acumulando un canon fundamental que tiende a ser increíblemente sólido.

La vida no respeta las reglas de los géneros. Pasa con facilidad o con dificultad de la telenovela a la farsa, del romance de oficina al drama médico, del género policíaco a la pornografía, a veces en cuestión de minutos. Cuando me dirigía al funeral de un amigo, un pasajero del avión abrió de un cabezazo uno de los compartimentos superiores, y todo lo que había en su interior le cayó encima a una desgraciada azafata, en la comedia circense mejor interpretada y medida que he visto en toda mi vida. Una espantosa mezcla de géneros.

La vida da bandazos. Los géneros literarios ofrecen cierta previsibilidad sujeta a una serie de restricciones; pero, una vez aceptado esto, uno debe preguntarse: «¿Qué son los géneros?». No dependen del tema. No dependen del tono.

Un género, siempre me lo ha parecido, consiste en un conjunto de suposiciones, un contrato flexible entre el creador y el público.

A finales de los años ochenta, una estudiosa del cine norteamericana llamada Linda Williams escribió un excelente estudio sobre el porno duro titulado Hard Core. Power, Pleasure and the «Frenzy of the Visible» [Hard Core: el poder, el placer y el «frenesí de lo visible»], que leí de joven más o menos por casualidad (trabajaba como crítico literario, y un buen día apareció en mi mesa y me tocó escribir una reseña sobre él) y que hizo replantearme todo lo que creía saber sobre la definición de género.

Sabía que algunas cosas eran distintas de otras, pero no sabía por qué.

En su libro, la profesora Williams sostiene que para entender las películas pornográficas lo mejor es compararlas con los musicales. En los musicales aparecen diferentes tipos de canciones —solos, duetos, tríos, coros completos, canciones que le canta un hombre a una mujer, una mujer a un hombre, baladas, canciones rápidas, canciones alegres, canciones de amor— y, en una película porno, uno encuentra diferentes tipos de situaciones sexuales que es necesario representar.

En un musical, la finalidad de la trama es llevar al espectador de canción en canción, y evitar que todas las canciones sucedan al mismo tiempo. Lo mismo ocurre con las películas porno.

Y, por otra parte, lo más importante es que en un musical lo que busca el espectador… bueno, no son las canciones únicamente, es el musical en conjunto, con su historia y todo lo demás; pero, si no hubiera canciones, se sentiría engañado. Si uno asistiera a un musical sin canciones, saldría con la sensación de que le han dado gato por liebre. Sin embargo, es imposible que, después de ver El padrino, por ejemplo, uno piense: «Vaya, no había ninguna canción».

Si las quitas —las canciones de un musical, las escenas sexuales de una película porno, los tiros de las películas de vaqueros—, estás quitando lo que la gente busca. La gente que se acerca a ese género, en busca de eso, se sentirá engañada, estafada; sentirán que lo que han leído o experimentado ha vulnerado, en cierto modo, las reglas.

Y cuando comprendí eso, comprendí algo mucho más importante: fue como si de pronto se me hubiera encendido una luz en la cabeza, porque había encontrado la respuesta a una pregunta fundamental que me planteaba una y otra vez desde niño.

Sabía que había novelas de espías y que había otras novelas en las que aparecían espías; libros de vaqueros y libros que se desarrollaban en el Oeste americano. Pero hasta entonces no sabía cómo diferenciar unos de otros. Ahora sí. Si la trama funciona como un mecanismo que te permite pasar de una escena a otra, y si el espectador o el lector se sentirían engañados sin esas escenas, entonces, sea lo que sea, es una obra de género. Si la finalidad de la trama es llevarte del vaquero solitario que llega a la ciudad al primer tiroteo, del robo de ganado al enfrentamiento, entonces es un libro o una película de vaqueros. Si esos episodios van sucediendo sin más, integrados en una trama que puede funcionar perfectamente sin ellos, entonces es una novela ambientada en el Oeste.

Cuando todos los sucesos forman parte de la trama, si el conjunto en su totalidad es importante, si no hay ninguna escena cuya misión sea llevar al público al siguiente momento que el lector o el espectador considera que es aquello por lo que ha pagado, entonces es una historia, y el género es irrelevante.

El género no depende del tema.

Ahora bien, para un creador, el género tiene la ventaja de que sabes a qué juegas y conoces a tu adversario. Puedes contar con una red y hay unas reglas del juego. A veces, incluso, puedes echarle pelotas.

Otra ventaja del género, para mí, es que te permite conceder prioridad a la historia.”

La temperatura a la que arden los libros

El estreno de la nueva (y decepcionante) versión de “Fahrenheit 451” en la cadena HBO me ha llevado a recordar la versión de François Truffaut que rodó en 1966 (el año en que nací). Respecto a la nueva TV movie, únicamente decir que ni tiene la calidad a la que nos ha malacostumbrado la HBO, tampoco de la genialidad que imaginó Truffaut y aún menos de la novela de Ray Bradbury.

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Michael Shannon (izquierda) y Michael B Jordan (derecha) en una escena de la nueva adaptación de la novela

Todo viene de la novela que Bradbury escribió en 1954, avanzándose (como siempre hacía) a todo y a todos. Recuerdo haber leído la novela porque vi la película de Truffaut, cuyas escenas me fascinaron sin entender el motivo, con la música de Bernard Herrman sonando a todo volumen mientras Guy Montag (interpretado por un hipnótico Oskar Werner) iba colgado del camión de bomberos.  Poco después me hice con la novela para descubrir, con sorpresa, que la novela era aún mejor que aquella maravillosa película.

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Cyril Cusack (izquierda) y Oskar Werner (derecha) en una escena de la adaptación de François Truffaut.

¿Pero por qué me fascinó tanto “Fahrenheit 451”? Porque habla de libros, claro, aunque lo hace desde la desesperanza de un futuro donde consideran peligrosa a la palabra escrita, el peligro de permitir que pensemos por nosotros mismos o de que alguien nos abra la mente. Es por eso mismo que lo que propone la historia es que, en ese futuro cercano, los bomberos ya no apagan fuegos, sino que los provocan para quemar todos los libros que encuentran. Fahrenheit 451 es el nombre de esta peculiar brigada de bomberos, aunque también es la temperatura a la que arde el papel (238 grados centígrados).

«Un libro en manos de un vecino es como un arma cargada.» dice uno de los personajes, en la novela.

Olvidados de la nueva versión de la HBO, incluso olvidad la obra maestra de Truffaut. Simplemente coged entre vuestras manos la novela “Fahrenheit 451” y leedla permitiendo que Bradbury juegue perversamente con vosotros, haciéndoos creer que, como en la historia, ahora sois unos delincuentes que estáis haciendo algo prohibido y necesario: leer un libro.

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Lecturas para un accidentado (3): “Edicto Siglo XXI” de Dan Simmons

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“Edicto Siglo XXI” es una de esas novelas de ciencia ficción clásica con una importante carga de crítica política y social (fué publicada originalmente en 1972), cercana a otras novelas como “1984” (George Orwell, 1950), “¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!» (Harry Harrison, 1966), “Fahrenheit 451” (Ray Bradbury, 1953) o “Un mundo feliz” (Aldous Huxley, 1932) donde los autores escogen una ficción cercana y realista, convirtiendo la hipótsesis del futuro en un escenario que al lector le parece casi presente (o un presente cercano). Aquí el conflicto deviene de la superpoblación, en el momento en que los (nuevos) gobiernos globales dictan un edicto donde prohiben el nacimiento de nuevos niños durante los siguientes treinta años.

Lo curioso de la propuesta de Max Ehrlich es que no se limita a usar esta premisa como excusa para construir un thriller futurístico (donde la rebelión individual es el leitmotiv) sino que, de forma satélite nos lanza otras interesantes ideas entre las que se cuentan el caso de utilizar las calorías que consumimos a modo de moneda, la imposición del amor libre, la venta de robots-bebé para suplir las carencias emocionales de las mujeres a las que se les niega la maternidad, que los avances médicos hagan que la esperanza de vida se alargue más allá de los cien años (de ahí la superpoblación) o la muerte programada como una fiesta final y voluntaria. Todas esas ideas son propias de la novela social más que de la ciencia ficción, de ahí que la novela se convierta en una interesante ficción sobre el lugar hacia el que nos encaminamos como sociedad, o donde el autor, en 1972, creía que íbamos.

El estilo de “Edicto Siglo XXI” es el propio de la novela de la época, no es gran literatura sino literatura funciona obviando descripciones o emociones innecesarias, convirtiendo la novela en algo fácil de leer (apenas trescientas páginas). Puede que a algunos les parezca que tanto el estilo como el contenido de esta novela huela a “antiguo” y quizás sea así, pero casi toda la novela de ciencia ficción envejece bastante mal, sobre todo cuando la completas con multitud de detalles tecnológicos que has imaginado que sucederán pero que, a los pocos años, ya son caducos. De todas formas, como ejercicio de nostalgia, también de reflexión, podemos asegurar que esta serie B de las novelas de ciencia ficción social funciona perfectamente, tiene personalidad y los tiempos están bien medidos.

En 1972 se adaptó esta novela al cine con irregulares resultados. Por un lado, el guion era una adaptación ejemplar de la obra de Max Ehrlich pero por otro lado a principios de los setenta la tecnología cinematográfica no disponía de los medios necesarios para trasladar una historia tan compleja al terreno visual. Además, la dirección y el diseño de producción son desastrosos. Podéis encontrar la película en varias plataformas de video de Internet bajo el título de “Edicto Siglo XXI, prohibido tener hijos”.

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